Puesta de sol

   
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Estabamos en una playa en Goa, un estado de la India sobre la costa oeste. Clima estupendo, arena fina y clara, agua cálida, palmeras tras los médanos. Un paraíso.

Sobre los médanos, una cantidad de bares construídos con hojas de palmera entrelazadas alrededor de un mostrador, unas banquetas y una heladera; construcciones transitorias que cada monzón, año tras año, hace desaparecer.

Está cayendo la tarde, el sol, un enorme disco naranja, se acerca al horizonte sobre ese mar profundamente azul. El cielo es un degradé del celeste intenso arriba, pasando por amarillos, naranjas, rojos y violetas al llegar al horizonte. La hora congrega a todos nosotros, turistas, a admirar esa maravilla cotidiana.

Cuando el sol toca el agua, los murmullos van desapareciendo, las conversaciones cesan. El enorme disco sigue hundiéndose en el índico más y más y el silencio se agranda en la medida que va desapareciendo. Por fin, el último brillo desaparece y el mar, que era un sendero dorado brillante que convergía sobre el sol, se vuelve gris.

Sentado en la arena, escucho tras de mi, a mi izquierda y a mi derecha, viniendo de toda la playa al mismo tiempo, una exhalación profunda, un suspiro de alivio, tal como el que yo mismo, en ese mismo instante, dejaba escapar.