Naturaleza

   
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Durante varios años viví en una zona poco poblada, entre cerros cubiertos de bosque, cerca del mar. Para ir al trabajo, pasaba todos los días por un puente que cruzaba un arroyo. Como estaba cerca de la desembocadura y el terreno allí era llano, la marea subía por el arroyo, de tal manera que a veces tenía media cuadra de ancho, y a veces era un hilito de agua en medio del sedimento barroso. Aún cuando cruzaba el puente más o menos a la misma hora, cada día encontraba el agua a un nivel distinto.

A lo largo del año, el clima iba variando también y con él, la vegetación. Había ocho meses, dos tercios del año cuando no llovía. Se podía programar una salida, un partidito con los amigos, sin riesgo de que se tuviera que suspender por lluvia. Esos meses secos, el pasto se iba poniendo amarillo, de tal forma que se alternaban los manchones verdes de bosques con el dorado de los pastizales secos.

Un fin de semana, iba por la carretera en un recorrido que solía hacer con cierta frecuencia los fines de semana. Tras un recodo, me sorprendo con un paisaje que no me resultaba familiar. El lugar era una serie de colinas bajas, peladas de bosque, que hasta entonces siempre las había visto doradas. Esa era la primera ocasión que pasaba por allí tras el inicio de las lluvias, y el lugar estaba totalmente reverdecido.

La época de lluvias coincidía con el invierno. Cuando terminaba, venía la primavera y las plantas, con toda el agua recibida, y el calorcito que se iba acercando, comenzaban a florecer. Semana tras semana, los mismos senderos me iban regalando con distintos colores. El primero, aún con los días un poco oscuros y fríos, eran los cerezos, con sus flores rosa pálido. No en vano en tantos lugares fríos la gente adora los cerezos, pues además de su hermoso color, son los primeros en anunciar el fin del invierno. Luego iban viniendo los demás colores, rojos, violetas, blancos, amarillos y también sus respectivos aromas. Había una enorme magnolia (sobre la avenida Magnolia) que durante dos semanas era una enorme bola blanca, pues todas sus flores se abrían casi al mismo tiempo y cubrían por completo al verde de las hojas.

Las hojas mismas tenían toda la lozanía que les daba el riego que habían tenido. En los árboles de hojas perennes, se notaba el verde pálido del nuevo crecimiento en el extremo de las hojas verde oscuro de los años anteriores. Las piedras y los troncos de los árboles también estaban verdes del musgo que había crecido durante el invierno y que se iría tornando gris al adentrarse en la estación seca.

Todos estos cambios que observaba me fueron poniendo en contacto con los ritmos de la naturaleza. Hasta ese entonces, viviendo en una gran ciudad, el gris de la ciudad apenas cambia de una estación a la siguiente. Cuando uno se mete en el tren subterráneo día tras día para ir y volver del trabajo, que afuera sea de día o de noche, que brille el sol o esté nublado, importa muy poco.

En la ciudad, aún las plantas andan confundidas pues, o se las cría en invernaderos o viven en interiores o los cambios son tan vagos que, por ejemplo, las magnolias van abriendo sus flores por turnos, mientras que allí el cambio es tan claro que todas florecen en una única explosión de blanco.

Cuánto más se aprecia la vida cuando se tiene la oportunidad de verla manifestarse tan claramente.


El verdadero viaje de descubrimiento no esta en encontrar nuevos paisajes sino en ver con nuevos ojos.

Marcel Proust