Disfrutando el camino

   
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Acabábamos de terminar una meditación en una pequeña cabaña arriba en la colina. Me encontraba en un estado de profundo silencio, así que al salir no trabé conversación con nadie. Me calcé y comencé a bajar hacia las casas, abajo en el valle. Al ir bajando, mis pasos se fueron haciendo cada vez más cortos y mi vista, que descansaba en el camino apenas a unos metros por delante, iba perdiendo más y más contacto con el exterior.

Cuando me pasó el último de mis compañeros que se habían demorado en salir, seguí andando más y más lento y mi vista apenas veía el camino inmediatamente por delante de mis pies.

No era el mundo a mi alrededor que se cerraba sino que en ese espacio tan pequeño, tan mío, tenía toda la paz del mundo y lo que había alrededor había dejado de tener importancia. Y no por ello perdía contacto con ese mundo. Reconocía la textura del camino a través de la suela. Iba jugando con mi forma de pisar, haciendo pasar mi peso del talón a la punta del pie, sintiendo punto por punto toda la planta del pie, sintiendo las articulaciones, el tobillo, las rodillas y todos los músculos de las piernas.

Reconozco en el camino la huella que se aparta hacia la izquierda, seguramente el camino viejo, ahora no más que un sendero. Es más largo aunque con menos pendiente, y me dará la oportunidad de disfrutar de esa calma unos minutos más. Lo sigo.

Y así, viendo el camino en mi memoria y reconociendo las señales en los pocos metros cuadrados de huella delante de mis pies, voy doblando por aquí, siguiendo por allá, pasando la tranquera para cruzar la ruta, atento al ruido de alguna camioneta rodando sobre el ripio. Sobre el zanjón al costado de la ruta veo el pasto pisado por donde continúa el sendero al otro lado del camino.

Y mi mundo tranquilo sigue reduciéndose a ese cono de paz que me rodea y que sigo sin voluntad de expandir; a ese paso de hormiga que no se me antoja apurar. Como si estuviera acurrucado dentro de ese espacio todo mío.

Ya estoy en el llano y algunos tramos están sopados en agua. A los pocos metros un escalón natural daba al canto rodado grueso de la playa, que iba haciéndose más pequeño hasta hacerse arena gruesa al llegar a la orilla misma.

Mi recorrido se acababa. Unos cien metros a mi derecha estaba la casa grande, donde me alojaba, y en ella estarían mis amigos prontos a sentarse a la mesa. El sol se había puesto hacía ya un rato, y esa larguísima tarde de verano llegaba a su fin.

Me arrodillo sobre la arena y voy levantando lentamente la vista, primero para ver la línea donde las pequeñas olitas iban rompiendo sobre la arena gruesa y luego sigo lentamente hacia el horizonte distante, perdido en la bruma. Más arriba, ya comienzan a verse algunas pocas estrellas.

Abro los brazos hacia los costados, como extendiendo físicamente mi espacio. Por sobre el chapoteo del agua golpeando contra la arena, se escuchan algunas risas provenientes de la casa grande. Lo siento como una gentil invitación a unirme a ellos. Comparto esa risa con una sonrisa que, de todas formas, nadie ve.

Me inclino, para mostrar mi agradecimiento a todo lo que tengo a mi alrededor, a esa naturaleza que me regala su belleza, a ese momento de paz que me fue concedido, y a esos amigos que me esperan.

Lentamente, me incorporo y voy hacia ellos.


Una licencia poética: omití mencionar mi encuentro frente a frente con una vaca que estaba pastando plácidamente, atravesada en el sendero. De repente, en mi estrecho campo de visión, se me aparece un hocico rumiando unos pastos que asomaban por las comisuras de su tremenda boca. Por necesidad tuve que levantar la vista para evaluar la situación. Quedaba un estrecho pasaje a un costado de su mole, por lo cual pude retomar mi caminata sin perder la magia.